POR LOS MESONES DE LUENA
Desde que se abriera a la circulación rodada, allá por los comienzos del siglo XIX, el camino de La Rioja —después también a Burgos y en la actualidad carretera N-623— a través de los valles de Piélagos y Toranzo, fueron construyéndose paulatinamente a la vera de la calzada un rosario de establecimientos que tenían como propósito aprovecharse, comercialmente hablando, del flujo constante de viajeros que por allí pasaban. Así, desde prácticamente nada más dejar la ciudad de Santander hasta las estribaciones del puerto del Escudo, se pueden contar más de un centenar de posadas, mesones, tabernas, paradores y tiendas varias que a lo largo de estos dos siglos de existencia de la carretera se han erguido con mayor o menos fortuna en sus orillas. Algunas de ellas todavía están abiertas actualmente al público, sin saber sus actuales dueños en muchos casos los orígenes de su negocio; otros numerosos edificios de este tipo aparecen abandonados y en ruinas por todo el trayecto, como testigos mudos de los tiempos pasados, y también son incontables los que desaparecieron para siempre y de los que no queda ni rastro de su existencia, pero que un día allí estuvieron ofreciendo sus servicios a los transeúntes.
En el valle de Luena, por estar en su demarcación el pindio y sinuoso puerto del Escudo, proliferaron más que en otras partes de la ruta estos negocios, ya que aquí el viajero, fuere en el medio de trasporte que fuere, precisaba siempre hacer un alto. En estos sitios antaño descansaban, abrevaban y reponían fuerzas las caballerías que sin poco esfuerzo transitaban por este matador camino. Los viajeros, por su parte, no hacían nada distinto que las bestias, pues bajo sus tejas igualmente comían, bebían y daban una tregua al cuerpo machacado del tortuoso viaje. Algunos de estos establecimientos hosteleros también ofrecían alojamiento para pasar la noche, como veremos al contar una de las historias que en nada empezaremos.
El puerto del Escudo. Ilustración procedente del libro Descripción física y geológica de la provincia de Santander, de Amalio Maestre, 1864. Colección R. Villegas. |
La llegada de los vehículos impulsados con motores restó mucho protagonismo a los mesones y paradores de Luena y de otras localidades por donde pasaba la carretera, pues ya no era necesario parar tanto: estos «caballos» no tenían las mismas necesidades que aquellos, y sus conductores (nosotros) ya tenían otro concepto de lo que era un viaje.
Las historias y anécdotas que tuvieron como escenarios dichos lugares han tenido que contarse por miles en todo este tiempo. Si las paredes hablaran, aquellas que aún siguen en pie aunque sea ruinosamente, nos contarían tantas cosas que por cada mesón, taberna, posada… haría falta para apuntarlas un libro tan gordo como el más gordo. Al ser tan variopinta la condición del paisanaje que por estas vargas y recuestos han sudado y tragado polvo, las situaciones y experiencias allí vividas han tenido que ser por necesidad igualmente de lo más variado que uno se pueda imaginar.
Ya en la década de 1830, coincidiendo con la Primera Guerra Carlista, que en Toranzo y el resto de la comarca del Pas-Pisueña-Miera tuvo cierta relevancia, los mesoneros de estos pagos fueron en más de una ocasión citados por los cronistas al detectar en ellos una cierta complicidad con los facciosos. Bien por coincidir con su ideología, bien obligados a punta de fusil, el caso es que en estos establecimientos de Luena tenían los carlistas refugio, aprovisionándose regularmente de vituallas y, lo que era muy importante para ellos, de información, pues sus dueños —especialmente las mesoneras, parece ser— actuaban como espías y acaparadoras de datos «sensibles» que pasaban descaradamente a los sublevados, los cuales rentabilizaban de las formas más variadas. Los famosos aduaneros que apostados en el puerto «recaudaban» dineros y otros bienes para Don Carlos fueron sus mejores «clientes» en este sentido. La Venta Nueva, la del Escudo y la llamada del Cirujano son algunas de las que con más asiduidad son mencionadas en las fuentes documentales y periodísticas de la época (1) .
Ya en tiempos más modernos, en los últimos días del otoño de 1904, tuvo lugar en uno de estos mesones lueneses una historia que fue recogida por la prensa regional y que bien podemos catalogar como una de las muchas de su especie que ocurrieron en la carretera que nos ocupa. En ella el asunto de los ladrones y manilargos de poca y mucha monta está presente, como vamos a ver, personajes estos que nunca faltan en las historietas habidas en todas las rutas del mundo donde existieron mesones, ventas y negocios afines.
Resultó que en la noche del 16 de noviembre de este año de 1904, en el mesón llamado de Trifón, se había hospedado un individuo llamado Pedro Fernández, castrador de profesión y residente en Santander, que se encontraba trabajando de lo suyo por estos contornos. En la misma morada pasó también la noche otro individuo, este desconocido, que iba de paso y que decía ser un representante de una conocida casa de comercio, pero que sus trazas indicaban que no era trigo limpio, como así resultó, pues este sustrajo de uno de los bolsillos del chaleco de Pedro Fernández, y sin que él lo notara, al irse a acostar, una moneda de 20 reales, pagando con ella en la mañana la cuenta del gasto de la posada.
La mala suerte del ladrón quiso esta vez que la susodicha moneda robada estuviese marcada por su legítimo dueño, el castrador, prueba que resultaría concluyente para los guardias civiles que le detuvieron poco después como responsable del hurto. El desconocido, además, iba indocumentado, algo que era delito en aquellos tiempos (2).
Poco más de un año después de este hecho, leemos en el mismo periódico que daba la noticia anterior que a un industrial, radicado no muy lejos de este mesón de Trifón, le había ocurrido un percance desagradable, también catalogado como robo, que si bien no era cuantioso en cuanto a lo económico, sí era lastimoso por haber sido perpetrado con toda seguridad por gentes del lugar.
Ramón, el mesonero de Los Pandos, a la puerta de su establecimiento en una fotografía de mediados del siglo XX. |
Sucedería que en la noche del 14 de enero de 1905, el vecino de San Miguel, Víctor Abascal, dueño del establecimiento de comestibles y bebidas situado en la carretera frente a la localidad de San Andrés, le sustrajeron de próximo a la puerta de la tienda, y sin ser visto por nadie, una cuba vacía de las de aceite, valorada en unas doce pesetas, según estimación del dueño, arrojándola por el puente contiguo a la casa, inutilizándola por completo.
«Se ignora quién es el autor de semejante fechoría —escribía el corresponsal de El Cantábrico de la zona—, así como tampoco pueda sospecharse que sea objeto de alguna venganza, pues su dueño y la familia son personas de reconocida honradez y de buen porte para con todos, especialmente para con los parroquianos».
Aunque podía haber sido obra de algún transeúnte de malas entrañas, se especulaba que no andaría muy lejos el culpable de tal faena, persona que «lejos de estarse retirada en su casa o instruyéndose en las clases nocturnas de adultos, se empeñan en faltar a la caridad, perjudicando a los intereses del vecindario, lo cual es un caso de incultura que nada dice a favor de los pueblos» (3).
(1) Sobre la Primera Guerra Carlista en el valle de Toranzo y el resto de la comarca del Pas-Pisueña-Miera, el autor de esta entrada publicaría en 2012 un estudio sobre la repercusión que el conflicto tuvo en la misma, al cual remitimos a todo aquel interesado en ampliar conocimientos sobre el tema. Ramón Villegas López, La I Guerra carlista en la comarca del Pas-Pisueña (1833-1839), LIBRUCOS 2012.
(2) El Cantábrico (Santander), 21 de noviembre de 1904.
(3) El Cantábrico (Santander), 23 de enero de 1905.
(3) El Cantábrico (Santander), 23 de enero de 1905.
✒ Ramón Villegas López
Editor
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