FIGURAS MONTAÑESAS. ELEUTERIO EL VIAJERO
Por Pedro Losada y Mayor. Publicado en la revista La Montaña, La Habana (Cuba), el 22 de febrero de 1919.
El albarquero[1] Eleuterio
El albarquero[1] Eleuterio
En la mente del cronista vagaba, de mucho tiempo atrás, dedicar algún ratito ocioso al famoso albarquero de la plaza del Convento, quien, a pesar de ser oriundo y aborigen de la comarca del Besaya, ha conseguido, merced a las excelentes prendas personales que le adornan y distinguen, captarse en Toranzo generales simpatías.
Más bien alta que otra cosa es la estatura de Eleuterio, que así es el nombre de pila del albarquero famoso; su cuerpo es enjuto y seco; menudas sus facciones; castaño su cabello; albino su mostacho, y su fisonomía, desproporcionada en dimensiones, y algo descarnada y larguirucha se nos antoja que pertenece a una figura, arrancada violentamente de algún cuadro del Greco.
Por lo demás, es hombre condescendiente, campechano y bondadoso; pero como no se tiene por lo último, aventaja a muchos otros que se creen buenos, sin serlos, y se suponen guiados por excelentes intenciones, sin estarlo. Es un joven fiel y discretísimo; sin amago de doblez, ni sombra de maldad; de gran sociedad, y mucho mundo; de hermoso corazón, y despejada inteligencia; decidido emprendedor, y atinado calculista; muy comedido en sus acciones, y enemigo declarado de pendencias y quimeras. De finísimos modales y exquisita educación, es todo llaneza, afabilidad y pulcritud, y delicado en sus relaciones y amistades se le ve siempre animado y dirigido por un espíritu generoso de transigencia y contemporización. Desde luego, Eleuterio no carece de las dotes de experiencia de la vida, por ser ella condición que da su edad.
Nada cicatero, gusta mucho de que la gente le atribuya la cualidad de dadivoso, y respetuoso y cortés en demasía, posee nuestro amigo la fórmula salvadora para ocultar con fortuna las penosas impresiones. Recatado y modesto hasta la exageración, es, además, un trabajador de veras, y ni le acomete nunca la pigricia, ni jamás se sintió dominado por la envidia, que es el pecado capital de nuestra época. Si no puede congeniar con ningún ser atrabiliario, mucho menos con los infatuados, engreídos, pechisacados y orondos, cuya carencia de méritos personales corre lucida pareja con su vanidad extravagante. Por reunir buenas condiciones y compendiarse en él todas las excelsitudes, es poco o nada murmurador; se cree inferior a todo el mundo, en lugar de suponerse igual, y ni sabe escatimar elogios a quien realmente los merece, ni figura en las nóminas de ninguna sociedad de bombos mutuos.
Pues bien… trazado ligeramente su pergeño y concluido el detalle de su especial idiosincrasia, continuaremos el relato, diciendo que allá en Pedrero, junto a Fraguas, hubo un famoso día en que comenzaron a fulgurar intensamente los primeros destellos de la inteligencia privilegiada de nuestro joven Eleuterio, y entonces, sus familiares y allegados pensaron muy seriamente, en crearle o labrarle un lisonjero porvenir. Al principio, se discurrió que podría servir Eleuterio para empleado de posta, en estafeta ambulante; pero luego cambiaron las tornas, por temor a un descarrilamiento; se arrinconó y desechó el pensamiento primitivo, y se apeló a la socorrida carrera de la curia.
Los antepasados de Eleuterio habían sido y eran albarqueros todos ellos, y pertenecían por dicha suya, a esas preclaras estirpes de hombres listos y avisados, en las cuales parece que la Naturaleza se ha complacido, prodigiando a manos llenas los tributos del talento.
Más bien alta que otra cosa es la estatura de Eleuterio, que así es el nombre de pila del albarquero famoso; su cuerpo es enjuto y seco; menudas sus facciones; castaño su cabello; albino su mostacho, y su fisonomía, desproporcionada en dimensiones, y algo descarnada y larguirucha se nos antoja que pertenece a una figura, arrancada violentamente de algún cuadro del Greco.
Por lo demás, es hombre condescendiente, campechano y bondadoso; pero como no se tiene por lo último, aventaja a muchos otros que se creen buenos, sin serlos, y se suponen guiados por excelentes intenciones, sin estarlo. Es un joven fiel y discretísimo; sin amago de doblez, ni sombra de maldad; de gran sociedad, y mucho mundo; de hermoso corazón, y despejada inteligencia; decidido emprendedor, y atinado calculista; muy comedido en sus acciones, y enemigo declarado de pendencias y quimeras. De finísimos modales y exquisita educación, es todo llaneza, afabilidad y pulcritud, y delicado en sus relaciones y amistades se le ve siempre animado y dirigido por un espíritu generoso de transigencia y contemporización. Desde luego, Eleuterio no carece de las dotes de experiencia de la vida, por ser ella condición que da su edad.
Nada cicatero, gusta mucho de que la gente le atribuya la cualidad de dadivoso, y respetuoso y cortés en demasía, posee nuestro amigo la fórmula salvadora para ocultar con fortuna las penosas impresiones. Recatado y modesto hasta la exageración, es, además, un trabajador de veras, y ni le acomete nunca la pigricia, ni jamás se sintió dominado por la envidia, que es el pecado capital de nuestra época. Si no puede congeniar con ningún ser atrabiliario, mucho menos con los infatuados, engreídos, pechisacados y orondos, cuya carencia de méritos personales corre lucida pareja con su vanidad extravagante. Por reunir buenas condiciones y compendiarse en él todas las excelsitudes, es poco o nada murmurador; se cree inferior a todo el mundo, en lugar de suponerse igual, y ni sabe escatimar elogios a quien realmente los merece, ni figura en las nóminas de ninguna sociedad de bombos mutuos.
Pues bien… trazado ligeramente su pergeño y concluido el detalle de su especial idiosincrasia, continuaremos el relato, diciendo que allá en Pedrero, junto a Fraguas, hubo un famoso día en que comenzaron a fulgurar intensamente los primeros destellos de la inteligencia privilegiada de nuestro joven Eleuterio, y entonces, sus familiares y allegados pensaron muy seriamente, en crearle o labrarle un lisonjero porvenir. Al principio, se discurrió que podría servir Eleuterio para empleado de posta, en estafeta ambulante; pero luego cambiaron las tornas, por temor a un descarrilamiento; se arrinconó y desechó el pensamiento primitivo, y se apeló a la socorrida carrera de la curia.
Los antepasados de Eleuterio habían sido y eran albarqueros todos ellos, y pertenecían por dicha suya, a esas preclaras estirpes de hombres listos y avisados, en las cuales parece que la Naturaleza se ha complacido, prodigiando a manos llenas los tributos del talento.
Pero que ocurrió lo de siempre, es excusado. Bastaba y sobraba que los progenitores de Eleuterio fueran albarqueros, para que se decidiera unánimemente, en solemne y memorable consejo de familia, que nuestro querido joven recorriera el corto periodo de su vida, por derroteros y rumbos muy cambiados, apartándose totalmente de los asendereados caminos por donde habían vagado con fortuna sus ilustres ascendientes.
Percatarse Eleuterio que aún de joven hilaba muy delgado, y sabía dormido más que dos despiertos, de la carrera que los parientes le querían adjudicar, y plantarse en firme, fue obra de un instante solo. Incapaz de enfurecerse, faltó poco para ello. Su condición nimiamente pacata, no fue obstáculo para hablar con energía.
Rechazó la propuesta que escuchaba; alegó consideraciones pertinentes y atendibles, y consiguió que aquellos buenos consiliarios, que no querían hacerle la forzosa, y que solamente anhelaban su mayor felicidad, terminaron por entregar el brazo a torcer, para no comprometer la decidida vocación que el hado del destino había trazado a nuestro amigo.
Invitado Eleuterio a hablar con claridad a la asamblea para que manifestara ostensiblemente la decisión de su libérrimo albedrío, se expresó con palabras categóricas, y los ojos arrasados por el llanto: ¡Albarquero nada más!...
Percatarse Eleuterio que aún de joven hilaba muy delgado, y sabía dormido más que dos despiertos, de la carrera que los parientes le querían adjudicar, y plantarse en firme, fue obra de un instante solo. Incapaz de enfurecerse, faltó poco para ello. Su condición nimiamente pacata, no fue obstáculo para hablar con energía.
Rechazó la propuesta que escuchaba; alegó consideraciones pertinentes y atendibles, y consiguió que aquellos buenos consiliarios, que no querían hacerle la forzosa, y que solamente anhelaban su mayor felicidad, terminaron por entregar el brazo a torcer, para no comprometer la decidida vocación que el hado del destino había trazado a nuestro amigo.
Invitado Eleuterio a hablar con claridad a la asamblea para que manifestara ostensiblemente la decisión de su libérrimo albedrío, se expresó con palabras categóricas, y los ojos arrasados por el llanto: ¡Albarquero nada más!...
—¡Yo seré albarquero, como ustedes!
Y se le complació. Albarquero fue. Y una vez terminado el periodo de aprendizaje en la excelente escuela de su padre, empezó a trabajar de firme; pronto despuntó en su difícil profesión, y acabó por llegar a ser el mejor entre los mejores.
Pasaron después algunos años, y, por un lado, el natural hastío de su hogar; por otro la independencia y gana de expansión honesta que caracteriza la personalidad moral de la gente de la tierra, y finalmente, el atractivo o incentivo singulares que la comarca de Toranzo ejerce sobre todos los que tienen alguna referencia de ella, indujeron al bueno de Eleuterio a cambiar de residencia, arrancando de la fértil ribera del Besaya, para instalar su personilla enjuta junto a las orillas del Pas.
Hará de eso un año aproximadamente. Con la faz muy sonriente y placentera, y en una mañana alegre, fresca y bañada por un sol otoñal amortiguado, salió Eleuterio de Fraguas, y atravesó Barrio-Palacio; tomó café con media en la taberna de José Manuel, en Cotillo; una cañita de blanco, de Rueda o de La Nava, con tres galletas, en casa de Juan, en Villasuso; un cuartillo de riquísimo clarete de Cenicero en el establecimiento de Pepe Gómez, en Quintana, y descendió después, muy presuroso, en busca de la felicidad apetecida, que ya empezaba a vislumbrar en lontananza por las garmas y puntitos de la sierra, hasta pisar el camino real en Prases, frente a frente de la casa de Bordetas. Allí terminó la tonada, y escanció un bolinche y un culillo de blanco. A pesar del tiempo transcurrido, todavía recuerda Eleuterio, con agrado, aquella jornada imperecedera y memorable.
Y se le complació. Albarquero fue. Y una vez terminado el periodo de aprendizaje en la excelente escuela de su padre, empezó a trabajar de firme; pronto despuntó en su difícil profesión, y acabó por llegar a ser el mejor entre los mejores.
Pasaron después algunos años, y, por un lado, el natural hastío de su hogar; por otro la independencia y gana de expansión honesta que caracteriza la personalidad moral de la gente de la tierra, y finalmente, el atractivo o incentivo singulares que la comarca de Toranzo ejerce sobre todos los que tienen alguna referencia de ella, indujeron al bueno de Eleuterio a cambiar de residencia, arrancando de la fértil ribera del Besaya, para instalar su personilla enjuta junto a las orillas del Pas.
Hará de eso un año aproximadamente. Con la faz muy sonriente y placentera, y en una mañana alegre, fresca y bañada por un sol otoñal amortiguado, salió Eleuterio de Fraguas, y atravesó Barrio-Palacio; tomó café con media en la taberna de José Manuel, en Cotillo; una cañita de blanco, de Rueda o de La Nava, con tres galletas, en casa de Juan, en Villasuso; un cuartillo de riquísimo clarete de Cenicero en el establecimiento de Pepe Gómez, en Quintana, y descendió después, muy presuroso, en busca de la felicidad apetecida, que ya empezaba a vislumbrar en lontananza por las garmas y puntitos de la sierra, hasta pisar el camino real en Prases, frente a frente de la casa de Bordetas. Allí terminó la tonada, y escanció un bolinche y un culillo de blanco. A pesar del tiempo transcurrido, todavía recuerda Eleuterio, con agrado, aquella jornada imperecedera y memorable.
Por la época en que nuestro protagonista pisó «el camino real en Prases», el establecimiento que estaba «frente a frente» era este, La Flor de Toranzo, como se podía leer bien rotulado en su fachada. |
Al pasar Eleuterio por delante de la taberna de Cillero, salió el industrial Santamariana, acuciado por Melos y Marieta, que preguntaban, con insistencia y curiosidad insanas, quién sería un señor desconocido, alto y seco, ataviado al desgaire, que caminaba por la calzada lentamente con un maco bajo el brazo, y mirando fijamente hacia los cuatro puntos cardinales, y demás intermedios de la rosa de los vientos.
Por fuerza, el agudo y perspicaz Santamariana hubo de advertir algo insólito y extraño en el aspecto y prosopopeya, equipaje e indumentaria, del inconcino viandante cuando se decidió a esperarle, atravesado en la mitad del camino, para enjaretarle estas preguntas, formuladas con acento investigador y altivo:
—¿Quién es usted?... ¿A dónde va?... ¿De dónde viene?...
Tenía mucho que ver a pesar de la cautela de que hablamos al principio, el gesto y la fisonomía airados, que puso nuestro entrañable amigo Eleuterio, en el momento mismo de escuchar las tres interrogaciones del industrial Santamariana, formuladas con desaprensión, desembarazo y desparpajo inconcebibles. Al fin, repuesto del susto consiguiente y plenamente convencido de que su extraño colocutor no pertenecía a ninguna secta masónica, se prestó a contestarle de la siguiente manera, extrayendo un papel de la bolchaca:
—Ved aquí mi pasaporte… Eleuterio Ruiz. Albarquero. Natural de Pedrero. Treinta y tres años. Soltero…
—¡Basta!... —replica Santamariana, propinándole un par de golpecitos en la espalda—. Viniendo de Traslosmontes, tendrá ganas de comer. Entre en casa y que le den de almorzar.
¡Y lo que son las cosas de este mundo!... Allí mismo en el acreditado establecimiento de Santamariana, pasó Eleuterio todo el último invierno, construyendo albarcas por cuenta del celebérrimo industrial, que le pagaba un duro diario, y mantenido. Cuando Eleuterio quedó liberado al final del compromiso contractual que había adquirido, en lugar de sentirse atacado por la fiera nostalgia de su tierra, se aferró más y más al dulce y placentero pensamiento de no salir jamás de esta región y marchó presuroso a Puenteviesgo, donde pasó todo el verano, muy tranquilo, trabajando por su propia cuenta y riesgo, en casa de Emilio Pardo, hasta que, al comenzar el otoño, decidió ampliar el próspero negocio, y alquiló un local hermoso en la plaza del Convento.
Por fuerza, el agudo y perspicaz Santamariana hubo de advertir algo insólito y extraño en el aspecto y prosopopeya, equipaje e indumentaria, del inconcino viandante cuando se decidió a esperarle, atravesado en la mitad del camino, para enjaretarle estas preguntas, formuladas con acento investigador y altivo:
—¿Quién es usted?... ¿A dónde va?... ¿De dónde viene?...
Tenía mucho que ver a pesar de la cautela de que hablamos al principio, el gesto y la fisonomía airados, que puso nuestro entrañable amigo Eleuterio, en el momento mismo de escuchar las tres interrogaciones del industrial Santamariana, formuladas con desaprensión, desembarazo y desparpajo inconcebibles. Al fin, repuesto del susto consiguiente y plenamente convencido de que su extraño colocutor no pertenecía a ninguna secta masónica, se prestó a contestarle de la siguiente manera, extrayendo un papel de la bolchaca:
—Ved aquí mi pasaporte… Eleuterio Ruiz. Albarquero. Natural de Pedrero. Treinta y tres años. Soltero…
—¡Basta!... —replica Santamariana, propinándole un par de golpecitos en la espalda—. Viniendo de Traslosmontes, tendrá ganas de comer. Entre en casa y que le den de almorzar.
¡Y lo que son las cosas de este mundo!... Allí mismo en el acreditado establecimiento de Santamariana, pasó Eleuterio todo el último invierno, construyendo albarcas por cuenta del celebérrimo industrial, que le pagaba un duro diario, y mantenido. Cuando Eleuterio quedó liberado al final del compromiso contractual que había adquirido, en lugar de sentirse atacado por la fiera nostalgia de su tierra, se aferró más y más al dulce y placentero pensamiento de no salir jamás de esta región y marchó presuroso a Puenteviesgo, donde pasó todo el verano, muy tranquilo, trabajando por su propia cuenta y riesgo, en casa de Emilio Pardo, hasta que, al comenzar el otoño, decidió ampliar el próspero negocio, y alquiló un local hermoso en la plaza del Convento.
La plaza del convento de El Soto en los tiempos en que Eleuterio Ruiz se estableciera en ella ejerciendo el oficio de albarqueru. |
Allí le sorprendí, con un colega, el otro día, en el preciso instante en que empuñaba la escofina, para ensanchar la casa de unas magníficas albarcas, encargadas exprofeso, y metía dentro una coquetona zapatilla femenina, para comprobar plenamente, si la difícil operación se había llevado a cabo con la fortuna deseada.
Vernos Ruiz, y ponerse en pie, es obra de un segundo. El momento es muy solemne porque Eleuterio parece dispuesto a hablarnos espontáneamente, sin aguardar a que nosotros nos dignemos preguntarle. Extiende nuestro amigo el brazo derecho hacia adelante, espurriendo el dedo índice; mete el gordo de la mano esquerra por la abertura braquial de su chaleco, y exclama con acento arrullador, melifluo y untuoso:
—¡Noli me tángere!
Aquella esfinge se va a trocar en el ser más locuaz de esta bendita tierra de afamados parletanes. El humilde cronista se apercibe de una intensa impresión emotiva que le invade todo el cuerpo al comprender que el tema de la oración es nuncio o mensajero de manifestaciones sugestivas. Y yo aguzo el oído, y mi colega lo presta muy atento, porque perder una sola palabra del discurso, equivaldría a tanto como a despojarnos de un tesoro.
—¡Inmóbilis précibus! —vuelve a decir Eleuterio, con Tácito, después de una pausa breve.
Sigue un silencio imponente y sepulcral precursor de raudales oratorios, que envidiaría algún orador magnílocuo…
Soto-Iruz, octubre, 1918.
[1] El albarqueru es el fabricante de albarcas, esto es, el calzado de madera hecho en una sola pieza, muy usado en el pasado en Cantabria y otros territorios del norte peninsular, llamado también madreñas o almadreñas. En Toranzo era una labor poco profesionalizada, ya que su manufactura se realizaba mayormente en las propias casas de los vecinos. El que no las hacía en su domicilio las adquiría en los mercados del valle o de las comarcas próximas (Sarón, Selaya, Torrelavega…).
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