ALGUNAS NOTICIAS DE LA EMIGRACIÓN TORANCESA A SEVILLA
Que Cantabria ha sido en el pasado una tierra de emigrantes es una verdad como una catedral de grande. Emigrantes que salieron de aquí en busca de nuevos y más halagüeños horizontes y emigrantes que llegaron aquí con idénticos propósitos. Y es que, todos, absolutamente todos, somos emigrantes.
Centrándonos en aquellos que en el pasado tuvieron que abandonar nuestro valle, principalmente para huir de la desdichada miseria, dos fueron los destinos predilectos, los que prometían el desahogo pretendido, que no garantizado: América y Andalucía. En el primer caso, la diáspora cántabra, y por ende la torancesa, se desparramó desde bien temprano por toda ella, especialmente por Cuba y México. De las Andalucías hay que decir que el grueso de nuestros paisanos que para el sur bajaron desde el principio de esta tendencia migratoria, allá por el siglo XVI, se asentaron en Cádiz —y el entorno de su gran bahía— y Sevilla, ambas ciudades que, a su vez, por largo tiempo fueron las «puertas» de América, los lugares donde muchos se embarcaban para la gran aventura transoceánica en busca de El Dorado.
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Ciudad de Sevilla a mediados del siglo XVII. Óleo sobre lienzo de autor desconocido. Fundación Fondo de Cultura de Sevilla. Licencia Creative Commons. |
De la presencia montañesa en Cádiz mucho se ha escrito, pero mucho más queda por escribir. De la de Sevilla, más o menos igual. De esta última, precisamente, vamos a contar algunas cosas relacionadas con los toranceses allí establecidos, que no fueron pocos, ocupados la mayoría de ellos —al igual que el resto sus paisanos— en el pequeño comercio, contribuyendo al progreso y magnificencia de la ciudad, que llegaría a ser una de las más importantes, si no la más, de la Europa de aquellos tiempos de furor colonial. Pero también fueron partícipes de las desgracias y contrariedades que esta sufriría, ya que nadie estaba libre de la «ira de Dios», que se mostraba de muchas formas distintas, siendo las más dramáticas, especialmente para el pueblo llano, las pestes y las fiebres que de vez en cuando hacían acto de presencia. De esta última plaga trata en parte esta historia.
Por esas casualidades de la vida, llegó hace poco tiempo a nuestro poder un interesantísimo documento, una hoja impresa, fechada en Cádiz a primeros de diciembre de 1819, en la cual se daba a conocer, por parte de una Sociedad Montañesa, una relación de paisanos residentes en la Collación de San Lorenzo de Sevilla que habían sido víctimas de la terrible epidemia de fiebre amarilla que acababa de tener lugar en la ciudad —y en otras partes de Andalucía y España—, entre los que se encontraban 4 toranceses.
La hoja impresa en sí comienza diciendo:
«Estado que manifiesta la comisión encargada por la Sociedad de Montañeses, de los que han fallecido de la fiebre amarilla en las enfermerías establecidas a sus expensas, situadas en la Collación de San Lorenzo, para la curación de sus individuos, desde su instalación de 17 de Septiembre último hasta la fecha, con expresión de…».
A continuación de este encabezamiento figura una lista numerada de 58 personas muertas por tal epidemia, a la que se añaden los datos relativos a quiénes eran sus progenitores; nombres de sus esposas, en caso de estar casado el finado en cuestión; edad; lugar o concejo de procedencia y valle o jurisdicción a los que pertenecían y, por último, el mes, día y hora del fallecimiento de cada uno de los desventurados.
Al pie figura lo siguiente:
«Y para gobierno y conocimiento de sus familias y demás personas interesadas se imprime en Cádiz 1º de diciembre de 1819».
Lo firman con sus nombres impresos los señores Antonio González (presidente), Bernardo Castañeda, Manuel Biaña, Manuel del Castillo, Lucio Gómez, Juan Pacheco y Manuel Zamanillo (vocal secretario).
El listado está compuesto exclusivamente por varones jóvenes o muy jóvenes, de entre 12 y 49 años, que era precisamente el sector de población al que más atacaba, con diferencia, la fiebre amarilla. Entre estos 58 desdichados montañeses figuraban, como decíamos, cuatro toranceses, que a continuación relacionamos:
D. José de la Portilla, con el número de referencia 6. Era natural de San Vicente de Toranzo, siendo sus padres Antonio de la Portilla y María González de Bargas. Falleció con tan solo 12 años a las 2 y media de la tarde del 22 de septiembre de 1819.
D. José Santibáñez, con el número de referencia 25. Había nacido este torancés, al igual que el anterior, en San Vicente, en el año 1793. Sus padres fueron José Santibáñez y Teresa Rueda Calderón. En el momento de su fallecimiento estaba casado con Eugenia Calderón, siendo la fecha y hora del óbito el 7 de octubre, a las 12 menos cuarto de la noche. Tenía 26 años. Según el padrón de habitantes de San Vicente de Toranzo correspondiente al año 1801 era el segundo de cuatro hermanos, llamándose los restantes Manuel, Ventura y Francisco[1].
D. José María Ordóñez, con el número de referencia 42. Era natural de Acereda de Toranzo, donde había nacido en 1798, siendo sus progenitores Manuel Ordóñez y María Ordóñez. Falleció, pues, a la edad de 21 años, siendo el 18 de octubre, a las 10 menos cuarto de la noche, el fatal momento. En el padrón de habitantes de Acereda de 1824 aún aparecen registrados sus padres, él con 63 años y ella, María, con 40.
D. Juan Díaz de Corbera, con el número de referencia 48. Su lugar de origen era San Andrés de Luena, siendo sus padres Antonio y Ana de la Riba. Murió con 20 años el 25 de octubre de 1819 a la una y media de la tarde. Por el padrón de habitantes de San Andrés de Luena de 1824 sabemos que, al menos, tenía tres hermanas Petra de 26 años, Ana de 26 años y María de 23 años.
El término «collación» es sinónimo de barrio o distrito en algunas ciudades andaluzas que tiene su origen en el siglo XVI, en los comienzos de la Edad Moderna. La de San Lorenzo era la tercera más grande de las 27 que llegó a tener la urbe de Sevilla. Situada en el extremo noroccidental de la ciudad tenía al río Guadalquivir como uno de sus límites y dentro de ellos se desarrolló una barriada populosa donde los montañeses se establecieron desde antiguo ocupados principalmente en el comercio.
La fiebre amarilla es una infección general endemoepidémica provocada por un virus septicémico cuyo vector es un mosquito del género Stegomya, el Aëdes aegypti. El origen de esta tremenda afección fue el Golfo de México y el Caribe, desde donde se propagó a finales de la Edad Moderna en diversas oleadas por Andalucía y el Levante español, ayudado por el trafico naval entre esta zona de América y la metrópoli. La fiebre amarilla afectaba más a los varones y a las personas jóvenes, sobre todo adolescentes —el papel impreso que aquí damos a conocer así lo corrobora—. Sus síntomas empezaban a notarse nada más terminar el verano y la enfermedad se prolongaba durante todo el otoño, dándose por finalizada a la llegada de las bajas temperaturas invernales. Los contagiados sufrían fiebres altas, grandes sudoraciones, lengua seca y áspera, carencia de fuerzas y vómitos de color oscuro. «Los enfermos más graves manifestaban un estado de gran inquietud y morían, por lo general, entre grandes convulsiones y hemorragias», leemos en un texto que lo explica con gran elocuencia.
La primera epidemia, y la más importante, que afectó a Andalucía, sobre manera Cádiz y Sevilla, ocurrió en 1800, provocando casi 15.000 muertos en esta última ciudad.
Posteriormente se repitieron en 1801, 1803, 1804, 1810, 1813 y 1819, que es en la que nos interesa profundizar. Esta epidemia tuvo lugar en un contexto complicado para las ciudades anteriormente mencionadas, ya que en ese año se estaban concentrando en ellas o en sus inmediaciones un gran contingente militar (unos 20.000 hombres aproximadamente, según las fuentes) que pretendían ser embarcados con destino a las colonias americanas con el fin de sofocar las rebeliones que allí se estaban produciendo. La epidemia fue achacada al antedicho movimiento de gente y también a algunos navíos que habían llegado de Veracruz y Calcuta para tal fin. Que el verano de ese año fuera especialmente caluroso ayudó sin duda a que la enfermedad brotara .
Volviendo a los
toranceses emigrados a Sevilla y en especial a los que fatalmente perdieron la
vida en estas circunstancias tan amargas, varias son las preguntas que nos
hacemos respecto a sus ocupaciones, sus inquietudes, sus circunstancias vitales,
en definitiva. Sabido es, porque se ha dicho en innumerables ocasiones, que estos
paisanos nuestros se dedicaban en su gran mayoría a lo que podemos definir como
el «pequeño comercio» (almacenes, tabernas, ultramarinos y coloniales y
afines), pero lo que no sabíamos, al menos quien esto escribe, era que, dentro
de este sector «empresarial» estaban «especializados», o algo parecido, en una
actividad curiosa, que no desconocida o extraña: el negocio de la nieve y el
hielo.
La pista definitiva
sobre esta cuestión nos la proporciona un monumental trabajo sobre la
emigración montañesa en Andalucía, los famosos jándalos, firmado por
Miguel Ángel Aramburu-Zabala y Consuelo Soldevilla, publicado en 2013 por la
Universidad de Cantabria. Al ser de indudable interés para alimentar el
conocimiento sobre nuestros antepasados, emigrados y no emigrados,
transcribimos lo que los autores antedichos dicen al respecto:
«El proceso de formación de la red de comercios de montañeses en Sevilla puede observarse a través de la emigración del Valle de Toranzo. Desde finales del siglo XVII se documenta a los toranceses emigrados a Sevilla para ocuparse de las ‘neverías’, que cada vez más a lo largo del siglo XVIII se irán transformando en tabernas de vinos y aguardientes y tiendas de comestibles»[3].
En esta urbe andaluza el hielo se traía de Constantina, en la Sierra Norte, por medio de caballerías y por la noche, por aquello de evitar el sol diurno, tan abrasador por aquellos lares. «El almacenamiento y venta se realizaba en los comercios denominados ‘neverías’, donde el hielo se vendía al peso, usando balanzas. La venta de agua fría y otras bebidas la hacían los ‘botilleros’ o ‘alojeros’ con garrafones». En Sevilla estos establecimientos estaban en manos de varios dueños, que podían ser los conventos, las capellanías, la misma ciudad o particulares, que a su vez podían alquilar a terceros, que los explotaban a cambio de una renta.
A continuación, los autores del libro que comentamos dan a conocer una buena nómina de toranceses dedicados a esta actividad en la ciudad, un torrente de datos que, efectivamente, nos hace pensar que este oficio, tan desconocido por nosotros, tuvo allí una más que importante relevancia entre el colectivo.
«Desde finales del siglo XVII, coincidiendo con una emigración más abundante que en épocas anteriores, encontramos a los montañeses regentando neverías en Sevilla. En 1684 Gerónimo García de la Huerta pasó a administrar la ‘nevería’ situada en el barrio del Duque, en la que se mantuvo algunos años hasta que la compró. Fue cediendo partes de su administración a diversos montañeses, de modo que por ella pasaron Mateo López (vecino de Luena), Antonio González de Alceda (vecino de Prases, incorporado en 1717), Fabián García de la Huerta (hermano de Gerónimo, en 1717), Santos Guerra y Arce (vecino de Borleña en 1718, quien casó con la hija de Gerónimo, María González de Rueda, y gestionó el negocio durante más de 28 años), Juan de Corvera (de Luena), Dionisio González de Ceballos (yerno de Santos Guerra), quien permaneció en Sevilla más de sesenta años, Juan Antonio de Agüero Bustamante (de San Vicente de Toranzo, casado con Francisca de Rueda) y Pedro Ibáñez Pacheco (de San Miguel de Luena), que sirvió aquí de mozo durante cinco años, el cual, se señalaba en 1755, “ha muchos años que vino de las montañas a esta ciudad y que aunque a ydo muchas veces a ella, no ha hecho parada formal en ella, y que el ultimo viaje que hizo hará siete años”.
Otro torancés, Francisco González Laguno, tomó en arriendo en 1732 una nevería por cuatro años. Lo mismo hizo Pedro Gutiérrez Pacheco (vecino de Prases), en la nevería de la Plaza del Pan, a quien le traspasaron la mitad de los herederos de Juan de Rueda en 1752, mientras la otra mitad se la traspasó Pedro Martínez de la Fuente (de San Vicente de Toranzo) a Francisco Martínez de Castañeda (vecino de Corvera o de Prases), emigrado a Sevilla en 1725. También tomó en arriendo otra nevería José Oñate (vecino de Tanos, jurisdicción de Torrelavega), según se manifestaba en 1754. Dionisio González de Ceballos, que trabajó en la nevería del barrio del Duque, compró la mitad de otra nevería en Santa Catalina a Pedro de Rueda, vecino de Quintana. En esta nevería estuvo también su paisano de Quintana Pedro Álvaro de los Ríos, quien se mantuvo diez u once años trabajando en neverías y acabó comprando la mitad de la de Santa Catalina. Santiago López, vecino de Bárcena, manifestaba en 1754, cuando contaba con 42 años, que “de hedad de diez y ocho años poco mas o menos se marchó… a la Ziudad de Sevilla, a ganar su vida, en la cual Ziudad asistió muchos años y lo mismo hasta el presente de estancia de yda y vuelta”. Compró la mitad de la nevería “que llaman de la Cabeza del Rey Don Pedro”. La cual tuvo durante cinco años y se la vendió a un sevillano. Antonio Sánchez, natural de Vargas, trabajó en la nevería del Altozano en el barrio de Triana. Manuel de Rueda Bustamante, natural de Corvera, tenía una nevería en la calle de Abades».
¿Alguno de los desgraciados que vieron finalizar sus días en aquella epidemia de 1819 se dedicaban a este trabajo? Pues no lo sabemos, aunque podría ser factible, a tenor de lo anteriormente expuesto. En todo caso, se nos abre una línea de investigación dedicada a indagar en qué medida la industria de la nieve desarrollada por los toranceses emigrados a Sevilla la llevaban «aprendida» de nuestro valle, o, por el contrario, fue algo que aprendieron en el destino llevados por su afán inconmensurable de progresar allí donde el destino los llevaba.
La existencia en Luena de restos de construcciones que pudieran haber servido en el pasado para almacenar en ellas nieve prensada, siendo posteriormente extraía en forma de hielo con fines comerciales, es una pista que nos lleva por buen camino. Veremos.
[1] Estos últimos datos han sido facilitados por Ángel de la Colina (ASCAGEN).
[2] DE MARÍA, Alfonso: Memoria sobre la Epidemia de Andalucía el Año de 1800 al 1819, Cádiz, Imprenta de D. Antonio Murguía, 1820, p. 133.
[3] ARAMBURU-ZABALA HIGUERA, Miguel Ángel, y SOLDEVILLA ORIA, Consuelo: Jándalos. Arte y Sociedad entre Cantabria y Andalucía, Universidad de Cantabria, Santander 2013, páginas 191-192.
✒ Ramón Villegas López
Editor
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